Cuando uno se mira al espejo encuentra cosas que agradan y otras que agreden. La vida es generosa hasta el punto de regalarnos cosas que nos sobran. Unos tiernos turupes en la nariz, una que otra punta innecesaria en la oreja, unas nalgas con forma de tostadas, un hula hula de lípidos acumulados o unos senos que bailan en una copa treinta y dos B. Ahí es donde uno se pregunta: ¿La naturaleza es sabia? O ¿La naturaleza sabía lo que me estaba haciendo?
Los parámetros de belleza son irreales. Es un concepto subjetivo y por lo tanto, absolutamente individual. Lo interesante es lograr sentirse bella pese a esos esquemas preestablecidos.
Sin embargo, hay que admitir que no siempre se logra. Por más de que uno no pretenda ser talla dos y caber sin mantequilla en un par de jeans rígidos bota tubo, sin parecer el vil clon de una butifarra, es cierto que a nadie le gusta sentirse mal en su propio cuerpo.
Y es ahí donde aparece el demonio de la vanidad para susurrarnos al oído que debemos lograr a toda costa esa imagen que muy tarde descubriremos que jamás alcanzaremos.
Las mujeres se martirizan con cirugías violentas y riesgosas que muchas veces no proporcionan los resultados anhelados. Llegan a límites inimaginables de tortura con tal de alcanzar lo que quieren. Si se ponen cola, duermen un mes boca abajo y se sientan en un flotador. Si se operan la nariz, respiran durante dos semanas a través de un par de pitillos amortiguados por copos de algodón disecado. Si se hacen la liposucción, se fajan como momias egipcias sin poder casi exhalar con tal de no reventar los drenajes a través de los cuales viajan los residuos de tantos postres y hamburguesas que en su momento solo produjeron una letal felicidad. O, como en mi caso, ni qué decir de los senos.
Después de la operación uno queda como una paloma con las alas adheridas al tronco sin la menor posibilidad de elevarlas para no correr el riesgo de que la prótesis se mueva y así se evite la humillación de tener que usar un brasier de axila.
A pesar de esto, la cirugía plástica tiene un lado positivo y es que realizada por un médico profesional, no por un esteticista ni tegua de barrio, sí puede mejorar un decadente nivel de autoestima.
Entre las cosas que uno puede elegir, está el hecho de determinar su apariencia. Pero siempre siendo conscientes de que las modificaciones estéticas implican cambios psicológicos.
Infortunadamente, hay quienes no miden las consecuencias y terminan no haciéndose una cirugía plástica sino una cirugía de plastilina. Parecen todas sacadas del mismo molde.
Abundan las cejas encaramadas en la frente con expresión constante de sorpresa, los pómulos salientes que dejan a la paciente con facciones caricaturescas, los senos tiesos hechos con compás y trepados en la clavícula, las narices con puntas de cono de vainilla, los fundillos exagerados simulando cinco meses de embarazo por la retaguardia y las quijadas protuberantes como si se hubieran tragado un zapato.
Respeto y promuevo la opción de recurrir a una operación cuando se asume esta alternativa como un método para satisfacerse sin agredirse. Como una opción para elevar la autoconfianza sin poner en riesgo la salud o como un procedimiento médico adecuado con el fin de mejorar sin exagerar.
Pero aquellas que entran al quirófano por moda, curiosidad, impulso o ignorancia, piensen muy bien que ese cuchillo innecesario es de doble filo porque les puede partir la vida en dos.
Por: Alejandra Azcarate
Fuente: Revista Aló